Si tu ley no hubiera sido mi delicia, ya en mi aflicción hubiera perecido” (Salmo 119:92)
.
En medio de los conflictos de la vida el creyente suele acudir a la
oración, volcándose en ella. El Salmo nos invita también a refugiarnos
en la Palabra. La estrofa en que está el versículo seleccionado
(vv.89-91) conduce el pensamiento en esa dirección, haciendo nuevas
observaciones sobre le Palabra. Comienza presentado la inmutabilidad de
ella (v.89). La Palabra tiene las mismas perfecciones que Su autor. La
inmutabilidad de Dios significa que Él es el mismo eternamente y que no
está sujeto a cambios. El es “el Padre de las luces, en el cual no hay mudanza ni sombra de variación” (Stg 1:17).
La Palabra es inmutable porque expresa el pensamiento inmutable de Dios: “…los pensamientos de Su corazón por todas las generaciones” (Sal
33:11). Si la Palabra permanece para siempre, sobre vive al odio de los
hombres, de Satanás, y a todos los problemas y aflicciones. Está
establecida en los cielos, fuera del alcance de los hombres y de los demonios. El hombre es temporal, las cosas del hombre también, pero, la Palabra “permanece para siempre” (Is 40:8). Podremos contradecirla, airarnos contra ella, pero la Palabra está fuera de nuestro alcance porque “permanece en los cielos”.
Debemos entender que lo que pensamos respecto de la palabra no es ni
ha sido jamás importante. Lo único que vale es lo que Dios dice, no en
un texto aislado, sino en toda su Palabra. La firmeza de la
Escritura es real (v.90). El cumplimiento de sus promesas se manifiesta
en cada generación. Sus enseñanzas no cambian. La palabra de Dios fue la
que afirmó la creación y por ella subsiste. La misma procedencia de la
palabra creadora es la de la Palabra escrita. La soberanía de Dios se
manifiesta en ella, el Salmo habla de “tu ordenación”. Es más,
todas las cosas están al servicio de Dios (v.91). El conduce, incluso
las pruebas de nuestra vida, orientándolas para que cumplan Su propósito
en nosotros.
La Biblia revela el poder protector de Dios (v.92). En medio
de las más grandes aflicciones, persecuciones injustas, acciones
destructoras, perdidas graves o cualquier otra circunstancia adversa,
alcanzamos consuelo, no por el conocimiento de la Palabra, sino por el amor a la palabra, es decir, cuando ella es nuestra delicia. Ella tiene poder vivificador (v.93), es decir, puede levantar nuestra vida cuando transita por el valle de sombra de muerte,
cuando la depresión cerca nuestra alma, cuando las lágrimas nublan
nuestro rostro. El fracaso del consuelo está en las palabras de hombres,
como el ejemplo de Job con sus amigos, la vivificación se alcanza por
medio de la Palabra de Dios. En la hora de prueba la oración es
sencilla: “Tuyo soy yo, sálvame” (v.94), pero ¿cómo sé que soy suyo?, “porque he buscado tus mandamientos”. Rodeado de problemas, su cuidado no son las cosas ni los enemigos, sino el considerar tus testimonios (v.95).
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